martes, 8 de abril de 2008

Julián del Casal y Gustave Moreau: una fértil relación

Me propongo en el siguiente artículo establecer un paralelismo entre unas obras pictóricas del pintor simbolista francés Gustave Moreau (1826-1898) y unos sonetos del poeta modernista cubano Julián del Casal (1863-1893). La estética de Casal, de exquisita factura parnasiana, pronto quedó seducida por la pintura de Moreau, adalid del Simbolismo en Europa. Casal decidió escribirle y el maestro francés no solo le contestó, enviándole algunas reproducciones de sus cuadros, sino que aquel cruce de cartas se convirtió en el embrión de una duradera relación epistolar. Fruto de este singular encuentro entre los dos artistas son los textos que nos ocupan. El poemario Nieve (1892) cuenta con una sección, Mi museo ideal, íntegramente dedicada al maestro francés de la decadencia. De los doce sonetos de que consta he elegido cinco, y he colocado encima las suntuosas telas que los inspiraron.




SALOMÉ



En el palacio hebreo, donde el suave
Humo fragante por el sol deshecho,
Sube a perderse en el calado techo
O se dilata en la anchurosa nave,

Está el Tetrarca de mirada grave,
Barba canosa y extenuado pecho,
Sobre el trono, hierático y derecho,
Como dormido por canciones de ave.

Delante de él, con veste de brocado
Estrellada de ardiente pedrería,
Al dulce son del bandolín sonoro,

Salomé baila y, en la diestra alzado
Muestra siempre, radiante de alegría,
Un loto blanco de pistilos de oro.


Salomé fue un personaje especialmente grato a los artistas de la decadencia, ya que personificaba bien el motivo de la femme fatale, tan llevado y traído por los artistas finiseculares. Según nos cuenta la Biblia, esta princesa idumea, luego de danzar exquisitamente, solicitó al rey Herodes, a petición de su madre Herodías, la cabeza de San Juan Bautista, por quien esta sentía una particular aversión dado que había censurado su matrimonio con el tetrarca. Nuestra pintura recoge precisamente el momento de la delicada danza de la princesa, cuyo cuerpo, recamado en piedras preciosas y finamente tatuado con motivos orientales, refulge ante un fondo rojizo y oscuro, en el que sin embargo podemos adivinar la figura sedente del rey, "hierático y derecho", como nos recuerda Casal. El poeta, a modo de cámara cinematográfica, conduce nuestra mirada de lo más extenso a lo más concentrado. En efecto, pasamos de "ver" el palacio y la figura entronizada del tetrarca al baile de Salomé, y de esta al "loto blanco" que porta en la mano. El loto es símbolo en Occidente del centro escondido, y los pistilos son un claro símbolo femenino, por lo que el verso "un loto blanco de pistilos de oro" es una alusión nítida al Eterno Femenino, tópico tan presente, por otro lado, en gran parte de los autores simbolistas entre los que se incluye el propio Casal.


LA APARICIÓN



Nube fragante y cálida tamiza
el fulgor del palacio de granito,
ónix, pórfido y nácar. Infinito
deleite invade a Herodes. La rojiza

espada fulgurante inmoviliza
hierático el verdugo, y hondo grito
arroja Salomé frente al maldito
espectro que sus miembros paraliza.

Despójase del traje de brocado
y, quedando vestida en un momento,
de oro y perlas, zafiros y rubíes,

huye del Precursor decapitado
que esparce en el marmóreo pavimento
lluvia de sangre en gotas carmesíes.




Este cuadro es la continuación del anterior. Transcurrido un tiempo desde la decapitación de San Juan, este se aparece espectralmente a Salomé, quien queda horrorizada ante la visión. La cabeza encerrada en el círculo puede provenir del célebre Perseo de Benvenuto Cellini (1500-1571), en el que el héroe mítico sostiene la cabeza de la Medusa:



Moreau elabora una imagen muy personal en un contexto ricamente ornamentado. Las figuras de Herodes y Herodías (izquierda del lienzo) permanecen impasibles ante el prodigio, de igual modo que el verdugo, erguido e impenetrable a la derecha. La tensión es clara entre la espiritualidad que emana de la cabeza aureolada y el cuerpo erotizado de la joven princesa hebrea. Casal recoge el erotismo de la escena (primer terceto) para concluir mostrando el motivo principal del cuadro: el espanto de Salomé ante la visión del Bautista.



GALATEA


En el seno radioso de su gruta,
alfombrada de anémonas marinas,
verdes algas y ramas coralinas,
Galatea, del sueño el bien disfruta.

Desde la orilla de dorada ruta
donde baten las ondas cristalinas,
salpicando de espumas diamantinas
el pico negro de la roca bruta,

Polifemo, extasiado ante el desnudo
cuerpo gentil de la dormida diosa,
olvida su fiereza, el vigor pierde,

y mientras permanece, absorto y mudo,
mirando aquella piel color de rosa,
incendia la lujuria su ojo verde.


Este soberbio lienzo del maestro simbolista francés nos da una lección de armonía visual: una Galatea luminosa y de suaves formas marca un agudo contraste cromático con el resto de la composición. Los encendidos tonos rojizos, reforzados en el crepúsculo que tiene lugar al fondo de la pintura entablan un fértil diálogo con verdes y azules, situados casi al mismo nivel, y se oponen decididamente a los marrones y tonos oscuros generalizados que enmarcan la figura del lúbrico cíclope. La simbología cromática es fácil de observar: tenemos a un Polifemo cegado por la pasión amorosa y la lujuria (rojos) y atormentado por los celos (tonos oscuros que lo circuyen) ante una Galatea con marcados atributos de pureza (blanco lumínico).

PROMETEO



Bajo el dosel de gigantesca roca
yace el Titán, cual Cristo en el Calvario,
marmóreo, indiferente y solitario,
sin que brote el gemido de su boca.

Su pie desnudo en el peñasco toca
donde agoniza un buitre sanguinario
que ni atrae su ojo visionario
ni compasión en su ánimo provoca.

Escuchando el hervor de las espumas
que se deshacen en las altas peñas,
ve de su redención luces extrañas,

junto a otro buitre de nevadas plumas,
negras pupilas y uñas marfileñas
que ha extinguido la sed en sus entrañas.

Esta pintura (1868) pertenece a la primera etapa de Moreau. Se nota por su mayor factura clasicista y académica, por lo que aún estamos lejos de los lienzos simbolistas que lo harán célebre. Tenemos aquí una representación de Prometeo encadenado. Este titán fue el benefactor del género humano, al que otorgó el fuego y multitud de saberes, como la metalurgia. Zeus lo castigó encadenándolo en una montaña del Cáucaso junto a un águila que le devoraba incesantemente el hígado. Apenas este renacía, el águila volvía a su trabajo. Casal hace una interesante comparación de la dignidad del sufrimiento de Prometeo con la de Jesús en el Calvario, en un soneto, como de costumbre, fiel a la pintura que lo inspira.


ELENA



Luz fosfórica entreabre claras brechas
En la celeste inmensidad, y alumbra
Del foso en la fatídica penumbra
Cuerpos hendidos por doradas flechas;

Cual humo frío de homicidas mechas
En la atmósfera densa se vislumbra
Vapor disuelto que la brisa encumbra
A las torres de Ilión, escombros hechas.

Envuelta en veste de opalina gasa,
Recamada de oro, desde el monte
De ruinas hacinadas en el llano,

Indiferente a lo que en torno pasa,
Mira Elena hacia el lívido horizonte
Irguiendo un lirio en la rosada mano.



Este lienzo, de cromatismo deliberadamente pobre, nos muestra a una Elena que se yergue hierática entre las ruinas de una Troya devastada: a sus pies yacen los cadáveres de sus heroicos defensores y al fondo resplandecen las últimas hogueras de la ciudad arrasada. La figura indiferente de la princesa ante la desolación que la circunda puede interpretarse como un correlato de la actitud del poeta o del pintor finisecular ante el mundo burgués y pragmático que lo atenazaba. El lirio que Elena porta en sus manos, y con el que Casal remata su soneto, alude a esa inaplazable búsqueda del Ideal a la que todo artista simbolista estaba emplazado.


Los lectores interesados en los dos artistas tratados en este artículo podrán ampliar datos en esta excelente página cubana dedicada a Julián del Casal y en la web oficial del Museo Gustave Moreau de París.

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