miércoles, 30 de abril de 2008

Annabel Lee: el último poema de Poe

En cierta ocasión que Juan Ramón Jiménez estaba impartiendo una clase de literatura en su exilio puertorriqueño, alguien le preguntó quiénes eran los mayores poetas norteamericanos del siglo XIX. El poeta de Moguer contestó sin vacilar: "Poe, Emily Dickinson y Walt Whitman". Pues sí. Resultaba que el poeta de dolorosa existencia y creador del moderno relato de terror era también uno de los mayores líricos de Norteamérica. No voy a resumir aquí su vida por ser suficientemente conocida: sus problemas con el padrastro, su alcoholismo y afición al láudano, su brillante oratoria, su magnetismo personal y su triste muerte abandonado de todos en un hospital de Baltimore han sido suficientemente estudiados.



Sí hay dos aspectos que me interesan de Poe: el primero es su sabia combinación de racionalismo e intuición. En efecto, es extraño que un poeta visionario y maestro de la estética irracional como Poe tuviese la necesaria clarividencia para analizar con realismo el proceso de gestación de un poema. The Philosophy of Composition es una obra capital de la crítica literaria de todos los tiempos: explica en ella con todo lujo de detalles cómo concibió y escribió The Raven, y cómo permaneció atento a los efectos rítmicos, compositivos y sugestivos del texto poético.

Otro aspecto que me interesa del maestro de Boston es su fértil descendencia literaria: más allá de Baudelaire y sus célebres traducciones, hallamos testimonio de su presencia en los simbolistas franceses (Rimbaud, Verlaine, Lautréamont, Mallarmé...), pero también en Wilde, Wells, Stevenson, Arthur Machen... Por ceñirnos solo a nuestro ámbito hispánico, podemos recordar la huella que dejó en Baroja, Blasco Ibáñez, José Asunción Silva, Rubén Darío, Horacio Quiroga o Borges. La traducción que de sus cuentos llevó a cabo Cortázar es ejemplar en su género.

Efecto nocturno, William Degouve de Nuncques (1896)



Uno de los poemas de Poe que más intensamente me han cautivado desde siempre es precisamente el último que escribió: Annabel Lee. Leámoslo primero y veamos después qué podemos decir de él:


It was many and many a year ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom you may know
By the name of Annabel Lee;
And this maiden she lived with no other thought
Than to love and be loved by me.

I was a child and she was a child,
In this kingdom by the sea;
But we loved with a love that was more than love-
I and my Annabel Lee;
With a love that the winged seraphs of heaven
Coveted her and me.

And this was the reason that, long ago,
In this kingdom by the sea,
A wind blew out of a cloud, chilling
My beautiful Annabel Lee;
So that her highborn kinsman came
And bore her away from me,
To shut her up in a sepulchre
In this kingdom by the sea.

The angels, not half so happy in heaven,
Went envying her and me-
Yes!- that was the reason (as all men know,
In this kingdom by the sea)
That the wind came out of the cloud by night,
Chilling and killing my Annabel Lee.

But our love it was stronger by far than the love
Of those who were older than we-
Of many far wiser than we-
And neither the angels in heaven above,
Nor the demons down under the sea,
Can ever dissever my soul from the soul
Of the beautiful Annabel Lee.

For the moon never beams without bringing me dreams
Of the beautiful Annabel Lee;
And the stars never rise but I feel the bright eyes
Of the beautiful Annabel Lee;
And so, all the night-tide, I lie down by the side
Of my darling- my darling- my life and my bride,
In the sepulchre there by the sea,
In her tomb by the sounding sea.

Ruinas junto al mar, Arnold Böcklin (1880)


En español tenemos la excelente versión de María Cóndor y Gustavo Falaquera (Poesía completa, Hiperión, Madrid, 2000):

Hace muchos, muchos años,
en un reino junto al mar,
vivía una doncella
cuyo nombre era Annabel Lee;
y vivía esta doncella sin otro pensamiento
que amarme y ser amada por mí.

Yo era un niño, una niña ella,
en ese reino junto al mar,
pero nos queríamos con un amor que era más que amor,
yo y mi Annabel Lee,
con un amor que los serafines del cielo
nos envidiaban a ella y a mí.

Tal fue esa la razón de que hace muchos años,
en ese reino junto al mar,
soplara de pronto un viento, helando
a mi hermosa Annabel Lee.
Sus deudos de alto linaje vinieron
y se la llevaron apartándola de mí,
para encerrarla en una tumba
en ese reino junto al mar.

Los ángeles, que no eran ni con mucho tan felices en el Cielo,
nos venían envidiando a ella y a mí…
Sí: tal fue la razón (como todos saben
en ese reino junto al mar)
de que soplara un viento nocturno
congelando y matando a mi Annabel Lee.

Pero nuestro amor era mucho más fuerte
que el amor de nuestros mayores,
de muchos que eran más sabios que nosotros,
y ni los ángeles arriba en el Cielo,
ni los demonios abajo en lo hondo del mar,
pudieron jamás separar mi alma
del alma de la hermosa Annabel Lee.

Pues la luna jamás brilla sin traerme sueños
de la bella Annabel Lee;
ni las estrellas se levantan sin que yo sienta los ojos luminosos
de la bella Annabel Lee.
Así, durante toda la marea de la noche, yazgo al lado
de mi adorada -mi querida- mi vida y mi prometida,
en su tumba junto al mar,
en su tumba que se eleva a las orillas del mar.

Pilgrim at the Gate of Idleness, Edward Burne-Jones (1893)


El poema fue publicado por vez primera el 9 de octubre de 1849, dos días después de la muerte de su autor, en el New York Daily Tribune. Su argumento es el siguiente: el narrador evoca su amor de juventud por Annabel Lee "en un reino junto al mar". Esta pasión provoca la envidia de serafines y demonios, que acaban con la vida de la doncella. Pero su presencia espectral llega a pervivir más allá de su muerte, haciéndose real al fin la fusión de las almas.

Annabel Lee está probablemente inspirada en Virginia Clemm, la desdichada esposa del poeta que había fallecido en enero de 1847. Su pérdida sumió en la desesperación a Poe. Él había declarado en varias ocasiones que "la muerte de una joven hermosa era el tema más poético del mundo", y esto es precisamente lo que encontramos en nuestro poema.


Amor de Abril, Arthur Hughes (1856)


El poeta se vale de amplios recursos literarios para crear la hipnótica musicalidad del poema. Veamos algunos de ellos. Tenemos aliteraciones

de /w/:

But our love it was stronger by far than the love
Of those who were older than we–
Of many far wiser than we-

y de nasales (/m/ y /n/):

It was many and many a year ago,
In a kingdom by the sea,
That a maiden there lived whom you may know
By the name of Annabel Lee;
And this maiden she lived with no other thought
Than to love and be loved by me.

Hay abundancia también de anáforas, repeticiones, rimas internas (chilling and killing) y una cuidada selección léxica: el comienzo It was many and many a year ago recrea la ambientación fantasmagórica y remota de los cuentos de hadas, y términos como kingdom y maiden evocan un mundo onírico medieval. El fonema /i:/, que para Poe era el del misterio poético, está ampliamente representado: sea, Lee, me, we, beams... La métrica juega un papel esencial en la musicalidad del poema: tenemos una rica variedad de ritmos que sugieren con eficacia lo que los significantes evocan.

Bóreas, John William Waterhouse (1903)


Nos encontramos, en definitiva, ante uno de los textos que mejor ejemplifican la teoría de la creación poética en Poe y, sin duda, ante uno de los mejores poemas de la literatura norteamericana.

Para terminar, quiero señalar
aquí y aquí dos estupendas muestras del poema recitado en inglés; y también aquí la recreación musical que Radio Futura hizo hace algunos años del poema.

Absence makes the Heart Grow Fonder, John William Godward (1912)

martes, 29 de abril de 2008

Un poema de Luis Felipe Vivanco

Luis Felipe Vivanco (1907-1975) es un escritor injustamente olvidado de nuestra memoria literaria. Su centenario tuvo lugar el pasado año, y apenas halló algún débil eco en los medios de comunicación. Era un poeta fino, de delicado deje melancólico, que fue preterido por razones políticas. Nacido en San Lorenzo de El Escorial, estudió Arquitectura y Filosofía y Letras en Madrid. La República supuso para él su gran oportunidad creativa: estrechó lazos con Rafael Alberti, Pablo Neruda, Juan Panero y Luis Rosales. Publicó poemas vanguardistas que nunca abdicaron del todo de ese ritmo de silencio que le es caracterísitico. Dio a conocer sus textos en la revista literaria Cruz y Raya. Al estallar la guerra, pese a su declarado republicanismo, determinadas circunstancias familiares lo situaron en el lado franquista. Sus poemas de la etapa republicana solo vieron la luz en 1958, en Memoria de la plata, uno de los poemarios más recomendables de la postguerra española. Publica en la revista Escorial junto a otros miembros de su generación, la del 36, como Luis Rosales o Dionisio Ridruejo. Su creación poética se caracteriza por un tono intimista y cercano al lector, pero también espiritual y trascendente, como podremos ver en el texto que presento a continuacion.


PENSAMIENTO DE OTOÑO

Aún quedan viejas tapias en el mundo.
(Sabemos que morir no es estar muertos.)
Aún quedan en el alto acantilado
flores de brezo.

Sabemos al morir que nuestros pasos
cansados no querían ir tan lejos.
(Aún queda esa colina bronceada
de helechos secos.)

La entraña del pinar es sombra pura.
Rayos de un sol de otoño velan, trémulos,
su orilla de vivientes florecillas
y húmedo suelo.

Rayos de un sol de otoño, nuestros pasos
no nos quieren llevar fuera del tiempo.
Morir -o huido barco entre las olas-
no es estar muertos.



Idilio otoñal, John Atkinson Grimshaw (1885)


El poema plantea un tema interesante: la delicada sensibilidad del poeta intuye la frágil pervivencia del alma tras la muerte, pero esta realidad trascendente, lejos de consolarlo, lo induce a vivir aún más intensamente esta vida: la del lado de acá, en una suerte de moderno carpe diem. Los símbolos de muerte se agolpan por todo el poema ("viejas tapias", "acantilado", "helechos secos", "huido barco entre las olas") además de aparecer su referencia explícita ("morir", "muertos" repetidos simétricamente en la primera y última estrofa). Sin embargo, si leemos con más detenimiento, veremos que en la primera mitad del poema (estrofas 1 y 2), tenemos imágenes bullentes de vida enlazadas a las anteriores: el "alto acantilado" está cubierto de tímidas "flores de brezo" y los "helechos secos" dormitan en una "colina bronceada" por los rayos del sol. El poeta ha desempañado de vaho la ventana que lo comunica con el otro lado de la existencia: sabe "que morir no es estar muertos", pero sigue aferrándose dolorosamente a la vida: "nuestros pasos // cansados no querían ir tan lejos". El matiz cobra mayor importancia en un poeta de firmes creencias católicas en aquella España oscura.

Octubre, James Jacques-Joseph Tissot (1877)

En la segunda parte del texto (estrofas 3 y 4) el poeta entrevé esa realidad trascendente, metaforizada en la imagen "la entraña del pinar es sombra pura", velada por desvaídos rayos otoñales. Este otoño, con su lánguida decadencia, con su sopor, es una sombra que recorre todo el poema, dotándolo de intensos valores simbólicos.


Pero el poeta rehúye esa visión que lo tienta y decide no arredrarse y enderezar el rumbo de sus pasos, que "no nos quieren llevar fuera del tiempo". No puede ser más claro: nuestro autor rechaza esa vida más allá de la vida, y alaba los gozos, precarios pero seguros, de nuestra existencia.

Huérfano, James Jacques-Joseph Tissot (1879)

domingo, 27 de abril de 2008

Elegy, una gran película de Isabel Coixet

Ayer vi Elegy, la última obra de la directora catalana Isabel Coixet, y quedé gratamente sorprendido. El argumento de esta película, inspirado en El animal moribundo (The Dying Animal) de Philip Roth, es sencillo: un reconocido profesor universitario de literatura, David Kepesh (Ben Kingsley) vive de modo artificial una perpetua adolescencia refugiado en sus numerosas amantes y en su prestigio nacional de crítico literario (publica regularmente en The New Yorker). Su vida de elegante bohemio dará un giro radical cuando aparezca en sus clases y en su lecho Consuela Castillo (Penélope Cruz), hermosa estudiante de ascendencia cubana. El flirteo dará lugar a un amor vivido con una singular intensidad que iluminará con un nuevo sesgo su existencia, y lo colocará en el trance de tomar decisiones que podrán quebrar algo más que la dulce deriva en la que había convertido su vida. La relación terminará bruscamente, pero él va a continuar amarrado a su recuerdo. Años después, Consuela reaparecerá de forma repentina, siendo portadora de una trágica noticia.



La película está filmada de modo exquisito y el espectador percibe que la búsqueda estética ha sido una constante de la directora. El afán de belleza es patente en las delicadas imágenes, en la melancólica fotografía, en el cromatismo de las escenas. El proceso de seducción está narrado con solvencia y no hay abuso de escenas eróticas.



Es soberbio el proceso de indagación psicológica en el ánimo de la pareja protagonista, especialmente el aquilatamiento del alma femenina. Se nos muestran las sutilezas de la relación y la felicidad instalada en el cruce de miradas; pero también los celos infundados y el tormento que acompaña al desgraciado profesor al reflexionar sobre la diferencia de edad que los separa (más de treinta años) y la necesaria fragilidad de la relación.



Ben Kingsley cumple sobradamente su papel: tenemos delante a un cobarde que ha opacado su vida y no es capaz de arrostrar el reto que le propone Consuela. Esta ofrece una riqueza de matices en la que es fácil ver la huella de Coixet. Los personajes secundarios, como George O´Hearn (Dennis Hopper), el poeta y confidente del profesor, o Carolyn (Patricia Clarkson), su amante de toda la vida, proponen un lúcido contrapunto a la historia central.



Pero la película es más cosas: es una profunda reflexión sobre el paso del tiempo, sobre la transitoriedad del amor, sobre la amistad, sobre la muerte, sobre la caducidad de la belleza y el modo que esta repercute sobre nosotros, sobre la literatura, en definitiva, y el modo en que nos valemos de esta para acrecentar nuestras vidas, pero también para engañarnos con ella. Cualquier lector avisado habrá advertido que los temas precedentes son en verdad los grandes temas de la historia de la literatura, y haber sabido incluirlos con elegancia en esta película no es precisamente el menor de sus méritos.

lunes, 21 de abril de 2008

Francisco de Miranda: un héroe olvidado

Francisco de Miranda (1750-1816) es uno de los personajes más fascinantes de la historia hispanoamericana. Viajero ilustrado, gran militar, estadista y escritor, es el precursor de la emancipación de Hispanoamérica y una figura destacada de las letras dieciochescas en español, por más que su obra literaria sea injustamente desconocida en España. Conoció personalmente a Napoleón y mantuvo una estrecha amistad con Simón Bolívar, Washington, Federico II de Prusia, Catalina II la Grande de Rusia, Wellington, O´Higgins, Sucre, San Martín... Fue amante de la misma emperatriz de Rusia, quien, enamorada del ilustre caraqueño, le rogó inútilmente que no abandonara ni la corte de San Petersburgo ni su lecho. Intervino heroicamente como militar de alta graduación en el ejército español en África, en la guerra de Independencia norteamericana, en la Revolución Francesa y en la guerra de Emancipación hispanoamericana. Personaje cultísimo, formó una de las más completas bibliotecas de su tiempo. Traicionado por Bolívar y otros oficiales, murió en Cádiz, donde sus huesos siguen reposando en una fosa común. Pero vayamos por partes.

Francisco de Miranda

Miranda nació en Caracas en 1750, donde adquirió una sólida cultura humanística: Latín, Gramática, Teología, Jurisprudencia, Medicina... Embarcó en el caraqueño puerto de La Guaira en 1771 rumbo a España. Conoció el espléndido Madrid ilustrado de Carlos III: el Paseo del Prado, las fuentes de Neptuno y Cibeles, la Puerta de Alcalá... Tuvo algún papel en la intensa vida cultural del momento y participó en las célebres tertulias literarias de la Fonda de San Sebastián. Sin interrumpir en ningún momento su deseo de continuar formándose ni su apasionada búsqueda de libros, decidió ingresar en el ejército español y en 1773 obtuvo su Patente de Capitán. Entre 1773 y 1780 está destinado en las plazas militares de Madrid, Granada, Cádiz y Melilla. De 1774 a 1775 combate en Melilla y Argel a ejércitos musulmanes.

Destinado a Cuba en 1780, pasa a Florida en 1781, donde interviene de modo destacado en la
batalla de Pensacola (8 de mayo de 1781), donde tropas españolas infligen una decisiva derrota a Inglaterra que permite recuperar la Florida. Por su destacado papel en la batalla, Miranda es ascendido a Teniente Coronel. El Imperio Español está decidido a asestar el golpe definitivo a la presencia inglesa en el Caribe. Miranda es enviado como agente secreto a Kingston (Jamaica) para conocer de cerca la situación de la colonia británica. En 1782 España conquista las Bahamas: Miranda interviene en la operación militar y es el jefe de las negociaciones ante Inglaterra, de quien obtiene la devolución completa del archipiélago. España le agradece sus méritos de la forma habitual: una orden de la Inquisición pide sus arresto por tenencia de libros prohibidos, por lo que se ve obligado a abandonar el ejército al que tan eficazmente había servido y embarcar hacia EEUU (1783).

Viaja por Charleston, Filadelfia, Boston y Nueva York. Conoce a Washington y a Samuel Adams. Deja un reguero de amantes en el país. El largo brazo de la Inquisición le obliga a embarcar a Inglaterra (1785). Comienza un extraordinario periplo por Europa, del que deja fiel constancia en su voluminosísimo Diario, convirtiéndose de este modo en el memorialista más destacado de todo el siglo de las Luces. Visita Holanda, Sajonia, Bohemia, Hungría, casi toda Italia y Grecia: es el primer hispanomericano en visitar y describir la Acrópolis ateniense, Delfos o Corinto, aún bajo domino turco. Conoce Constantinopla y el imperio otomano, dejando detallada cuenta de todo lo que ve: monumentos, sociedad, incidentes domésticos de todo tipo, etc. A fines de 1786 llega al imperio ruso, donde es recibido por el príncipe Potemkin. En Kiev es presentado a la emperatriz Catalina II la Grande, quien se enamora de él y le convierte en su amante. Le autoriza a vestir el uniforme del ejército ruso. Le confía sus proyectos independentistas.


Catalina II de Rusia

Continúa su magno periplo por los países nórdicos: Finlandia, Suecia (donde es recibido por el rey Gustavo III), Noruega y Dinamarca. Luego va a Holanda, Bélgica, Alemania, Suiza, norte de Italia y Francia. En 1789 lo encontramos en conversaciones con el Primer Ministro británico William Pitt sobre su proyecto independentista. Marcha a Francia, metida de lleno en el proceso revolucionario. Llega a París el 23 de marzo de 1792. El 1 de septiembre es nombrado Mariscal de Campo y poco después Segundo Jefe del Ejército del Norte. Con ese rango interviene en la decisiva batalla de Valmy (20 de septiembre de 1792), que salvó la Revolución de los enemigos exteriores.

Batalla de Valmy

En octubre es ascendido a general de los ejércitos de la República Francesa. Es denunciado injustamente y conoce el infierno de las cárceles revolucionarias, llegando a estar cerca de la guillotina. Es liberado el 16 de enero de 1795. Conoce a Napoleón Bonaparte, quien dice de él: "Tiene el fuego mágico en el alma". De su intensa actuación en Francia han quedado su nombre en el Arco de Triunfo de París, su retrato en el Palacio de Versalles y su estatua en el campo de batalla de Valmy.

Nombre de Miranda grabado en el Arco de Triunfo de París

Viaja a Londres, donde se instala con su ama de llaves: Sarah Andrews, quien le dará dos hijos. Prepara el gobierno provisional de la América independiente. Lega parte de su biblioteca a la Universidad de Caracas. Viaja a EEUU, donde visita al presidente Jefferson, a quien pide apoyo para su causa. Arma un bergantín y dos goletas y se dirige a las costas de Venezuela, donde es rechazado. Regresa a Inglaterra en 1808, donde convence al gobierno británico de la necesidad de dirigir una gran expedición contra el imperio español. La ocupación de España por Napoleón desbarata estos planes. En 1810, arriban a Londres los comisionados de la Junta Suprema de Gobierno de Caracas, Simón Bolívar y el humanista Andrés Bello. Regresa a Caracas y forma parte del Congreso Constituyente de 1811.

Regreso de Miranda a Caracas (1811)

Surgen levantamientos por doquier que persiguen el restablecimiento del poder español. Miranda es nombrado Jefe del Ejército con poderes dictatoriales. Ante la desorganización e indisciplina de sus tropas, decide establecer una tregua con el general español, Domingo Monteverde. Simón Bolívar y otros, en la página más vergonzosa de su carrera, detienen a Miranda y lo entregan a los españoles, cuando nuestro hombre se proponía embarcarse para Curazao a fin de organizar la reconquista republicana desde Cartagena. Es llevado a Cádiz en 1813, donde es encerrado en el calabozo de La Carraca. El antaño amante de la emperatriz de todas las Rusias, precursor de la Emancipación americana y viajero infatigable por todas las cortes de Europa sufre un ataque de apoplejía que lo lleva a la muerte el 14 de julio de 1816. Sus restos siguen descansando en una fosa común en Cádiz. El Panteón de Hombres Ilustres de Caracas alberga un cenotafio del prócer, a la espera de repatriar algún día los ajetreados huesos del gran venezolano.

Miranda en La Carraca, Arturo Michelena (1896)

Como escritor es autor de los mencionados Diarios, un conjunto extenso de volúmenes donde en una prosa de gran modernidad, alejada de ciertos gustos estilísticos de su tiempo, nos relata con todo lujo de detalles los pormenores de sus viajes. Nada escapa a la sagacidad de su ojo crítico: las vestimentas, los usos de la corte, la gastronomía, la etiqueta empleada, los mercados, los usos de las clases bajas... Describe con minuciosidad monumentos, iglesias y ciudades. Su valor excede lo puramente literario y penetra en lo histórico y sociológico. Es lamentable que esta obra magna del siglo XVIII europeo no esté publicada en España, y sí lo esté (y completa) en numerosos de los países que Miranda visitó.

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En 2001 visité Colombia y Venezuela. Aprendí a amar esos países y su extraordinaria herencia cultural. Aprendí también a admirar la figura de Francisco de Miranda, cuya biografía he glosado sucintamente aquí. En Caracas encontré una edición selecta de sus célebres Diarios, que terminé de leer en España. Justo cuando cerré el libro, escribí el siguiente relato, que ofrezco ahora a mis lectores:


Un manuscrito


El 30 de diciembre de 1785 el venezolano Francisco de Miranda examinó el más antiguo manuscrito conocido de Virgilio en la Biblioteca Laurenziana de Florencia, y quedó extrañamente sorprendido.

Se trataba de un códice tardío, coetáneo de las invasiones germánicas, y había sido finamente glosado en sus márgenes por un cónsul.

Encima de un ventanal renacentista sobresalía una esfinge de huidiza mirada. Parecía querer indagar en el alma de los ocasionales visitantes del recinto.

Una brusca ráfaga de viento, como aquellas que oreaban los farallones de La Guaira en la olvidada Caracas de su niñez, se coló por una ventana. Miranda vio al instante el delicado hilo que enlazaba al decadente cónsul romano que glosó aquella Eneida con el texto que hoy desempolvaba bajo la atenta mirada de la esfinge.

El futuro prócer grancolombiano recordó en este momento que dos años atrás había desertado del ejército del rey Carlos III, injustamente acusado, y huido a la península de la Florida, donde conoció el naciente estado americano. Allí luchó con los ejércitos rebeldes y allí concibió la utopía de liberar a su patria.

Ahora se hallaba en Italia, en el viaje iniciático de todo americano ilustrado por Europa, tratando de buscar apoyo para una causa que creía estéril, pero tan necesaria como el desgastado aire que respiraba en Toscana.

Ante aquel texto de Virgilio, percibió el tono monocorde de un gozne de bronce que solo ahora alguien se atrevía a golpear. La aldaba que resonaba no era sino la de su propia conciencia, que le recordaba otro tono monocorde que ya había descubierto en los años de su mocedad tropical: los versos desgarrados de un Guido Cavalcanti transcritos en un vetusto facsímil que ya no podía recordar ni ver, pero en los que creyó notar un misterioso precedente de lo que en este momento le helaba las mientes: la escritura ligera y perfecta, casi infantil, de aquel lejano cónsul en una uncial remota.

Rufo Turcio Apronio no ignora que ya no tiene tiempo para la huida. Los vándalos cercan la Urbe; Estilicón ha sido asesinado. Prevé el fin de sus días que nunca fueron de vino y rosas pero no se resigna a enterrar su daga de metal sobrepujado con la inscripción griega panta rei
en su orondo cuello de puerco cebado. El delicado reflejo de luz que produce la hoja de la daga repele en él todo deseo de agonía. Sabe que el péndulo informe ha alcanzado el nadir de su ciclo secular y él no es sino un actor más de la ficción borgeana que le ha sido dado representar.

La delación ha sido descubierta pero nada turbia, en su soledad, la paz del recinto, solo agotada por las pesadas caléndulas que en el suelo mismo mecen su sopor.

De pie sobre el triclinio, extrae de aquella confusa biblioteca de Babel un rollo de papiro donde su mocedad trazó en rasgos de intenso azul todo el esplendor de un tiempo abolido.

El prócer posa sus dedos lentamente sobre el texto que huele a mugre pútrida. El sol se va poniendo tras los ventanales de la Biblioteca Laurenziana y constata con una amarga sonrisa que describir aquella escena en su Diario como un "crepúsculo bañado en rojo sanguinolento" no es sino una ineficaz imagen desgastada por el uso.

Rufo decide tumbarse cómodamente en su triclinio mientras repasa por última vez sus notas pulcramente transcritas. Los vándalos ya asolan la Urbe. Su fiel esclavo aparece con un ejemplar de Heráclito en una mano y la daga griega en la otra. Sin previo aviso, siguiendo órdenes estrictas del que pronto dejará de ser su amo, introduce el corvo acero en el cuello de Rufo.

La sangre no salpica al prócer, pero éste ha de apartarse, en el sombrío rincón de la biblioteca, para que ella gotee fuera del manuscrito.


sábado, 19 de abril de 2008

Un pintor olvidado: Frederick Sandys


Frederick Sandys (1832-1904) es un pintor prerrafaelista poco conocido en España. Estuvo desde un primer momento vinculado al círculo artístico de Rosetti, Millais, Holman Hunt y Madox Brown, cuyas búsquedas estéticas compartió. Dante Gabriel Rosetti y él llegaron a ser íntimos amigos y convivieron en Chelsea durante 1867. Pero pintó poco y nunca llegó a ser tan popular como el resto de los miembros de la Hermandad Prerrafaelita (Pre-Raphaelite Brotherhood). Murió en Londres en 1904.

Entre sus obras destacan retratos de mujeres portadoras de un destino trágico, tomadas de la literatura (como las sagas escandinavas o el ciclo artúrico) o de la mitología (clásica o nórdica), pero también de la Biblia, en una línea artística que entronca directamente con la fascinación ejercida por el tópico de la femme fatale en buena parte de los pintores y escritores finiseculares. Hay en Sandys una sombría belleza y un afán por captar el alma de las retratadas, cuyos oscuros designios parece adivinar.

Veamos algunas de sus obras más representativas:


Medea, Frederick Sandys


María Magdalena, Frederick Sandys


Helena de Troya, Frederick Sandys


Morgana Le Fay, Frederick Sandys

martes, 15 de abril de 2008

El mito de Leda y el cisne y su vigencia en la pintura y la poesía

Este mito es singularmente atractivo: cuando Leda, esposa del rey de Esparta Tindáreo caminaba junto al río Eurotas, fue seducida y violada por un Zeus metamorfoseado en cisne, que argüía ser perseguido por un águila. Como esa misma noche yaciera con su esposo, más tarde dio a luz dos huevos. En uno de ellos estaban Helena y Pólux (hijos de Zeus y por tanto inmortales), y en el otro Cástor y Clitemnestra (mortales, hijos del rey espartano). Cástor y Pólux, gemelos, llegarán a ser los célebres Dioscuros (Διόσκουροι).

Podemos comenzar con un repaso de algunas de las versiones pictóricas de este mito que nos llevará desde el Renacimiento italiano hasta un Postimpresionismo que nos va a situar en las puertas del Fauvismo:


Leda y el cisne, Leonardo



Leda y el cisne, Correggio


Leda y el cisne, Boucher



Leda y el cisne, Paul Tillier


Leda y el cisne, Gustave Moreau



Leda con cisne, Paul Cézanne



Del sereno clasicismo de Leonardo al incipiente manierismo de Correggio; del grácil simbolismo de Tillier al postimpresionismo de Cézanne, Leda y el cisne recorren un ancho espacio de épocas y estilos pictóricos.

Leonardo nos muestra en un marco bucólico renacentista a unas figuras que nos recuerdan al equilibrio compositivo de Rafael. La Leda de suaves formas que agarra el enarcado cuello del cisne es un símbolo del racionalismo renacentista: las pasiones desbordadas (el cisne y su sensualidad) quedan sujetas a la razón humanista. El cuadro de Correggio supone una primera vuelta de tuerca a las formas renacentistas: el limpio clasicismo del periodo anterior empieza a verse turbado por unas figuras en torsión que sugieren movimiento. El trazado del cuerpo humano está ahora lejos de la serena armonía que encontrábamos en Leonardo. Figuras y naturaleza abigarrada nos indican que estamos en la antesala del Barroco.

Tenemos más adelante un tratamiento del mito por parte de Boucher que rezuma erotismo: frente a un Leonardo que se complacía en mostrar el control de las lúbricas pasiones, esta delicada obra rococó nos muestra a una Leda de cálidas formas junto a una doncella subyugadas ante la mirada del dios. El paño rojo sobre el que descansa el cuerpo desnudo de la diosa y el entorno bucólico en el que tiene lugar la secuencia mítica contribuyen a crear el ambiente intimista de la escena.

Paul Tillier y Gustave Moreau aportan su mirada desde el Simbolismo, pero es dable percibir notables diferencias entre ellos. Tillier continúa haciendo hincapié en el larvado erotismo del cuadro (una Leda pelirroja reposa de nuevo sobre un paño carmesí) en una obra en la que el marco natural casi ha desaparecido. Pero a pesar del ambiente vaporoso de la pintura, se respira en ella cierta factura clasicista que está por completo ausente en la propuesta estética de Moreau. Este crea una obra posromántica de rico colorido y cuidada composición en la que un cisne con claros atributos divinos se impone a una Leda en un conjunto de denso barroquismo.

Fianalmente, Cézanne nos ofrece una Leda cuyo espléndido cromatismo parece querer ir más allá del postimpresionismo en el que se inserta para dar un salto cualitativo hacia el vanguardista Henri Matisse, cuyo Fauvismo preludia.

Quiero poner también aquí uno de los más bellos poemas en español dedicados al mito que nos ocupa: la Leda de Rubén Darío, incluida en Prosas Profanas (1896):


El cisne en la sombra parece de nieve;
su pico es de ámbar, del alba al trasluz;
el suave crepúsculo que pasa tan breve
las cándidas alas sonrosa de luz.

Y luego, en las ondas del lago azulado,
después que la aurora perdió su arrebol,
las alas tendidas y el cuello enarcado,
el cisne es de plata, bailado de sol.

Tal es, cuando esponja las plumas de seda,
olímpico pájaro herido de amor,
y viola en las linfas sonoras a Leda,
buscando su pico los labios en flor.

Suspira la bella desnuda y vencida,
y en tanto que al aire sus quejas se van
del fondo verdoso de fronda tupida
chispean turbados los ojos de Pan.

La vigilia de la valquiria, de Edward Robert Hughes

Un lector me ha pedido en un comentario que haga una breve reseña del cuadro La vigilia de la valquiria, del pintor prerrafaelista Edward Robert Hughes. En primer lugar quiero agradecerle la lectura de mi blog, y deseo animar al resto de visitantes a que hagan todas las sugerencias que crean oportunas y que trataré de contestar. Veamos primero el cuadro:



Edward Robert Hughes (1851-1914) es un pintor prerrafaelista inglés tardío poco conocido en España. Pertenece a la fase final de esta escuela, muy alejada del naturalismo inicial de su primera fase (recordemos la Ofelia de Millais comentada días atrás). Este Prerrafaelismo tardío guarda relación con los movimientos estetizantes Fin de Siglo, y queda muy cercano al decadentismo y Simbolismo, estéticas en las que nuestra obra se inscribe plenamente.

La obra recoge la vigilia o espera espectral de una valquiria. Las valquirias eran deidades femeninas de la mitología escandinava al servicio de Freyja, diosa del amor y la belleza, pero también de la guerra y de la muerte. Su pluralidad de funciones la configura como una de las divinidades supremas del panteón nórdico. La misión de las valquirias era elegir a los más heroicos entre los guerreros caídos en combate y llevarlos al Valhalla, residencia mítica donde eran curados de sus heridas y restablecidos con hidromiel, el elixir que aportaban las bellas deidades.

Pero no era esta la misión originaria de las valquirias, o al menos, no era la única. Dentro del rico ciclo de las sagas islandesas, la Edda menor o Edda de Snorri (hacia 1200) no plantea distingos entre las valquirias y las nornas, trasunto nórdico de las moiras griegas y las parcas latinas: las nornas son tres mujeres que viven bajo las raíces del fresno mítico Yggdrasil, donde tejen y destejen los tapices en los que toma cuerpo el destino de mortales e inmortales. Al igual que en la mitología grecorromana, nadie está exento de escapar a su designio, ni siquiera los mismos dioses. Ya en el siglo XIX desaparece esta visión y queda la conceptualización de la valquiria como la de una bella joven espiritualizada, atenta a las almas de los guerreros muertos, al modo que tenemos en el lienzo que nos ocupa.

Centrándonos en nuestro cuadro, vemos a una valquiria situada en las almenas del Valhalla donde espera la llegada de un guerrero caído. Su mano izquierda porta el yelmo y la espada del guerrero fallecido, mientras que su cota de malla descansa a su lado. Mientras, su brazo derecho, separado del cuerpo en un singular ejercicio compositivo, espera el ánima del guerrero. La clara verticalidad del lienzo, subrayada por la almena que sirve de sitial a la valquiria y que está reforzada por la verticalidad ascendente de la espada, se ve quebrada por el brazo en diagonal, creando una ruptura rítmica en la que se sustenta buena parte del atractivo del cuadro.

El cromatismo es algo muy destacado en esta obra: reinan los azules oscuros y negros, apenas replicados por el blanco lumínico que rodea la veste de nuestra valquiria. El azul, como nos recuerda cualquier diccionario de símbolos, es el atributo de Júpiter y Juno, dioses del cielo. Pero más especialmente el azul oscuro, en particular el asimilado al negro, del que parece emerger en este lienzo, simboliza "la oscuridad devenida visible", en palabras de Juan Eduardo Cirlot. De este modo, es fácil percibir la intención del pintor de subrayar las concomitancias del tema tratado con lo trascendente e irracional, yendo más allá de la pura mitología, en una búsqueda de lo espiritual que resulta inherente al Simbolismo.

Quiero señalar finalmente el erotismo implícito en el cuadro: la espada, ancestral símbolo fálico, sostenida por la valquiria, no solo contribuye a la verticalidad antes señalada sino que ofrece un claro contrapunto a la esbeltez y fragilidad de la decadente valquiria.

Valquiria, de Fredric Sandys (1829-1904)

jueves, 10 de abril de 2008

Del mito de Hilas y las ninfas al tema de la dama del lago: una pervivencia secular


Un mito griego poco conocido es el de Hilas y las ninfas. Podemos recordarlo aquí. Después de que Hércules matara al rey Tiodamante y venciera a su pueblo, se enamoró de su hijo Hilas, un joven de gran belleza. Este lo acompañó en la célebre expedición de los Argonautas. Habiendo hecho una escala de la travesía en Misia, Heracles se ocupó en talar unos árboles para construir remos mientras que los otros miembros de la expedición se ocuparon en tareas diversas. Hilas recibió el encargo de ir por agua a un lago, donde habitaban las ninfas. Cuando estas lo vieron llegar, quedaron prendadas al instante de su belleza. Lo atrajeron hacia el lago hasta el punto que cayó y murió ahogado, siéndole conferida al instante la inmortalidad. Entretanto, sus compañeros habían levado anclas, quedando en el lugar Hércules, quien en vano buscó, presa de la desolación, a su compañero. Como sospechara de los misios, les ordenó que iniciaran la búsqueda del efebo, que naturalmente resultó infructuosa. Mucho tiempo después, esta búsqueda mítica había adquirido el rango de fiesta ritual: los sacerdotes misios marchaban en procesión al monte cercano y gritaban por tres veces el nombre de Hilas.
Este mito fue rescatado en 1896 en una espléndida pintura del pintor inglés John William Waterhouse (1849-1917):


El lienzo recoge el momento en que Hilas, seducido por las ninfas, se encuentra en la antesala de su destino. Podemos relacionar este mito con un tema perteneciente al folclore europeo que ha tenido éxito literario desde la Edad Media. Se trata del tema de la dama del lago. Consiste en una hermosa mujer que encarna un espíritu maléfico que seduce a quien se aproxima a sus orillas y lo arrastra consigo hacia la profundidad de las aguas y de la muerte. Espiguemos algunas huellas de este tema, a todas luces relacionable con el mito que nos ocupa.

Lo encontramos en primer lugar en la novela medieval de caballerías El Caballero Cifar (una mujer de gran belleza sale del fondo de las aguas de un lago para seducir al caballero y llevarlo al fondo de sus aguas, donde hay un reino encantado).

Página del manuscrito de El Caballero Cifar (siglo XIV)

El romance de Manuel José Quintana (1772-1857) La fuente de la mora encantada ofrece también una clara analogía con el tema tratado:

Oye, Silvio, ya del campo
Se va a despedir la tarde,
Y no es bien que aquí la noche
Con sus sombras nos alcance.

Ya el redil busca el ganado,
Ya se retiran las aves,
Y en pavoroso silencio
Se ven envueltos los valles.

Y tú en tanto embebecido,
Sin atender ni escucharme,
Las voces con que te llamo
Dejas que vayan en balde.

¿Qué haces, Silvio, en esa fuente?
¿Tan presto acaso olvidaste
Que los padres nos la vedan,
Que la maldicen las madres?

Mira que llega la hora;
Huye veloz y no aguardes
A que el encanto se forme,
Y que esas ondas te traguen.

¡Vente!... Mas ya no era tiempo:
La fascinadora imagen
Reverberaba en las aguas
Con sus encantos mortales.

Como ilusión entre sueños,
Como vislumbre en los aires
Incierta al principio y vaga
Se confunde y se deshace;

Hasta que al fin más distinta
En su apacible semblante
De sus galas la hermosura
Hace el más vistoso alarde.

La media luna que ardía
Cual exhalación radiante
Entre las crespas madejas
De sus cabellos suaves,

Mostraba su antiguo origen
Y el africano carácter
De los que a España trajeron
El alcorán y el alfanje.

Mora bella en sus facciones,
Mora bizarra en su traje,
Y de labor también mora
La rica alfombra en que yace,

Toda ella encanta y admira,
Toda suspende y atrae
Embargando los sentidos
Y obligando a vasallaje.

Mirábala el pastorcillo,
Entre animoso y cobarde,
Queriendo a veces huilla
Y a veces queriendo hablalle;

Mas ni los pies le obedecen
Cuando pretende alejarse,
Ni acierta a formar palabras
La lengua helada en las fauces.

Sólo la vista le queda,
Para mirar, para hartarse
En el hermoso prodigio
Que allí contempla delante.

Ella al parecer dormía;
Mas de cuando en cuando al aire
Unos suspiros exhala
De su seno palpitante,

Que en deliciosa ternura
Convierten luego y deshacen
El asombro que su vista
Causó en el primer instante.

Y abriendo los bellos ojos
Tan bellos como falaces,
A él se vuelve, y querellosa
Le dice con voz suave:

-«¿Viniste al fin? ¡Qué de siglos
De esperanzas y de afanes.
Me cuestas! ¿Dónde estuviste
Que tanto tiempo tardaste?

Mírame aquí encadenada
Por la maldición de un padre
A quien dieron las estrellas
Su poder para encantarme.»

«Vive ahí, me dijo irritado,
Ten esa fuente por cárcel,
Sé rica, pero sin gustos,
Sé hermosa, pero sea en balde.

Enciéndante los deseos,
Consúmante los pesares,
De noche sólo te muestres
Y el que te viere se espante.

Y pena así hasta que encuentres,
Si es posible que le halles,
Quien ahí osado se arroje
Y entre esas ondas te abrace.»

Ya otros antes han venido,
Que, pasmados al mirarme,
El bien con que les brindaba
Se perdieron por cobardes.

No lo seas tú: aquí te esperan
Mil delicias celestiales,
Que en ese mundo en que vives
Jamás se dan ni se saben.

Ven, serás aquí conmigo
Mi esposo, mi bien, mi amante;
Ven...» y los brazos tendía
Como queriendo abrazarle.

A este ademán, no pudiendo
Ya el infeliz refrenarse,
En sed de amor abrasado
Se arroja al pérfido estanque.

En remolinos las ondas
Se alzan, la víctima cae,
Y el ¡ay! que exhaló allá dentro
Le oyó con horror el valle.

Estamos ante un poema de transición entre el Neoclasicismo y el Romanticismo. Quintana, como buen ilustrado, se resiste a abandonar los cauces formales del Neoclasicismo, pero el Romanticismo está en el ambiente, inundándolo todo con su nueva estética y su nuevo cromatismo, y ello es perfectamente visible en nuestro texto. La recuperación de la leyenda popular, la presencia arábiga, la mágica captación de una atmósfera de ensoñación y misterio, el metro corto y el nuevo vocabulario ("suspiros", "palpitante") son indicios claros de que nos encontramos en las puertas de una nueva sensibilidad.

El caso más claro de pervivencia de este tema en la literatura española aparece en la conocida leyenda de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) Los ojos verdes, cuyo texto es posible encontrar aquí. También está disponible la versión en audio. El protagonista de esta leyenda, Fernando, es seducido por un oscuro espíritu femenino lacustre, y arrastrado al fondo de las aguas hasta perecer ahogado, como mucho tiempo atrás le había ocurrido a su remoto antecesor Hilas a manos de las ninfas.

Una nueva mirada a Dafne

El mito de Dafne me ha interesado desde siempre. Recordemos que es una fábula cantada por Ovidio en sus Metamorfosis: Apolo y Cupido se enzarzan en una disputa acerca de quién es mejor arquero. Ante la arrogancia de Apolo, el pequeño dios alado decide vengarse. Clava una flecha de oro en el hijo de Zeus, haciéndole de este modo concebir una pasión irrefrenable por la ninfa Dafne, mientras que hiere a esta con una flecha de plomo, provocándole así el desdén hacia el dios sol. Apolo se aviene a dar alcance a Dafne pero la ninfa, un instante antes de que sea tocada por él, ruega a su padre el dios fluvial Peneo que la libre de tan pesada carga. Peneo, padre solícito, la metamorfosea en laurel y en ese punto el desolado dios decide instituir el laurel como árbol sagrado de la poesía y los poetas.
Quiero hacer tres calas en algunas de las representaciones artísticas de este mito, y demostrar cómo se adapta a cada tiempo en que es utilizado como referente artístico.


SONETO XIII DE GARCILASO DE LA VEGA

A Dafne ya los brazos le crecían,
y en luengos ramos vueltos se mostraban;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos qu'el oro escurecían:

de áspera corteza se cubrían
los tiernos miembros, que aún bullendo 'staban:
los blancos pies en tierra se hincaban
y en torcidas raíces se volvían.

Aquel que fue la causa de tal daño,
a fuerza de llorar, crecer hacía
este árbol, que con lágrimas regaba.

¡Oh miserable estado, oh mal tamaño,
que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón por que lloraba!


Aunque siempre es un lujo poder leer el soneto en la edición príncipe de 1543 (Las obras de Boscán con algunas de Garcilaso de la Vega):


El escultor barroco Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) ofreció su genial versión del mito:




Más recientemente, la poetisa cordobesa Juana Castro escribe Dafne (Paranoia en otoño, 1983), donde ofrece un sugerente relectura del mito:

Que tu luz no me busque, Apolo, porque soy una hoja
que vive con el viento.
Toda la savia es
una caricia blanda,
tengo verdes los brazos de besarme en las ramas,
de mirar en las sombras el cristal desvaído de mi cuerpo.
Los helechos me abren su corazón de agua,
poseo dos mil lunas ganadas al ocaso,
los tilos, el espliego, la frescura
de todos los diamantes que se mueren de frío,
las lianas que adornan
la libertad, el talle, las avenas,
mis pestañas, las rosas, los pedernales tiernos de los frutos,
las blancas mariposas donde beben su plata las raíces,
donde el bosque se espesa de semillas y muerte.
No deseo tu fuego, adoro la ceniza que es espora del trigo
y no quiero otro rayo que el resplandor redondo en las naranjas,
el cenit que atomiza la techumbre calada de los árboles,
los troncos como dioses,
las auroras cebadas en su vientre de polen solitario.
Es inútil que corras, porque este paraíso que fecundan tus ojos
me pertenece ya, es la textura
del fondo de mi carne
y crezco vegetal
desde la dermis al vello más oscuro donde duermen los mundos,
es inútil que corras, inútil que me alcances,
porque tengo las plantas
vaciadas en la tierra
y el laurel
es ya un triunfo de oro en mi cabeza.

miércoles, 9 de abril de 2008

Un poema sobre la Ofelia de John Everett Millais



De siempre me he sentido atraído por el cuadro Ofelia (1852) del pintor inglés John Everett Millais (1829-1896). El rigor compositivo con que el autor trata la vegetación en la obra, en una suerte de "horror vacui", parece ofrecer un contrapunto a la trágica escena que tiene lugar ante ella: la desdichada Ofelia acaba de darse muerte al conocer la noticia de que su prometido, el príncipe Hamlet, ha asesinado por error a su padre Polonio, chambelán de la corte de Dinamarca.









Hace algún tiempo escribí un poemita sobre este motivo, que ahora me ha parecido oportuno traer aquí. Espero que no parezca del todo malo a mis lectores:




Palabras de Hamlet a Ofelia muerta sobre las aguas


(basado en un lienzo de J. E. Millais)

"I loved Ophelia: forty thousand brothers
could not, with all their quantity of love,
make up my sum."

Shakespeare, Hamlet, Acto V.


Ofelia, cierra los ojos,
el agua tiñe de lampos tus caricias
y envuelve, amor, tu corola
en pálidas magnolias y rescoldos.

Quiero, amor, cubrir tus ojos de gencianas,
y rehacer fríos laúdes en tu aljaba.

Quiero teñir, amado limbo, de alba las alondras,
y tocar el muerto aire en tus entrañas,
antaño miel de azahar, hoy naufragio de amor y luna.

Quiero sembrar bojes y lotos en tus caderas,
antes de remar violas de áloe
en la jalea que emana
de tus muslos entreabiertos.

Consumida azucena de mi noche oscura,
delirio indolente de la verde selva,
aspira, blanca Ofelia de mi locura
las dalias puras de mi ribera,
y deja reposar en mí tus cabellos
donde ni el viento ni la noche
verán tus aladares de gacela sonámbula,
y donde el silbo del aire vulnerado
no haga brotar yedras bajo tu lengua,
agua silente de miel y alheña.

Dormida Ofelia, en esta aceña de salvia y sombras
ven mis ojos agónicas rosas de agua
y en tus cabellos el aura que no amanece.

Te amo, Ofelia, con un lamento en eco,
con esta vida que fluye
por las migajas de mi cordura,
con la misma muerte
que oigo resonar
por los altos corredores.







martes, 8 de abril de 2008

Julián del Casal y Gustave Moreau: una fértil relación

Me propongo en el siguiente artículo establecer un paralelismo entre unas obras pictóricas del pintor simbolista francés Gustave Moreau (1826-1898) y unos sonetos del poeta modernista cubano Julián del Casal (1863-1893). La estética de Casal, de exquisita factura parnasiana, pronto quedó seducida por la pintura de Moreau, adalid del Simbolismo en Europa. Casal decidió escribirle y el maestro francés no solo le contestó, enviándole algunas reproducciones de sus cuadros, sino que aquel cruce de cartas se convirtió en el embrión de una duradera relación epistolar. Fruto de este singular encuentro entre los dos artistas son los textos que nos ocupan. El poemario Nieve (1892) cuenta con una sección, Mi museo ideal, íntegramente dedicada al maestro francés de la decadencia. De los doce sonetos de que consta he elegido cinco, y he colocado encima las suntuosas telas que los inspiraron.




SALOMÉ



En el palacio hebreo, donde el suave
Humo fragante por el sol deshecho,
Sube a perderse en el calado techo
O se dilata en la anchurosa nave,

Está el Tetrarca de mirada grave,
Barba canosa y extenuado pecho,
Sobre el trono, hierático y derecho,
Como dormido por canciones de ave.

Delante de él, con veste de brocado
Estrellada de ardiente pedrería,
Al dulce son del bandolín sonoro,

Salomé baila y, en la diestra alzado
Muestra siempre, radiante de alegría,
Un loto blanco de pistilos de oro.


Salomé fue un personaje especialmente grato a los artistas de la decadencia, ya que personificaba bien el motivo de la femme fatale, tan llevado y traído por los artistas finiseculares. Según nos cuenta la Biblia, esta princesa idumea, luego de danzar exquisitamente, solicitó al rey Herodes, a petición de su madre Herodías, la cabeza de San Juan Bautista, por quien esta sentía una particular aversión dado que había censurado su matrimonio con el tetrarca. Nuestra pintura recoge precisamente el momento de la delicada danza de la princesa, cuyo cuerpo, recamado en piedras preciosas y finamente tatuado con motivos orientales, refulge ante un fondo rojizo y oscuro, en el que sin embargo podemos adivinar la figura sedente del rey, "hierático y derecho", como nos recuerda Casal. El poeta, a modo de cámara cinematográfica, conduce nuestra mirada de lo más extenso a lo más concentrado. En efecto, pasamos de "ver" el palacio y la figura entronizada del tetrarca al baile de Salomé, y de esta al "loto blanco" que porta en la mano. El loto es símbolo en Occidente del centro escondido, y los pistilos son un claro símbolo femenino, por lo que el verso "un loto blanco de pistilos de oro" es una alusión nítida al Eterno Femenino, tópico tan presente, por otro lado, en gran parte de los autores simbolistas entre los que se incluye el propio Casal.


LA APARICIÓN



Nube fragante y cálida tamiza
el fulgor del palacio de granito,
ónix, pórfido y nácar. Infinito
deleite invade a Herodes. La rojiza

espada fulgurante inmoviliza
hierático el verdugo, y hondo grito
arroja Salomé frente al maldito
espectro que sus miembros paraliza.

Despójase del traje de brocado
y, quedando vestida en un momento,
de oro y perlas, zafiros y rubíes,

huye del Precursor decapitado
que esparce en el marmóreo pavimento
lluvia de sangre en gotas carmesíes.




Este cuadro es la continuación del anterior. Transcurrido un tiempo desde la decapitación de San Juan, este se aparece espectralmente a Salomé, quien queda horrorizada ante la visión. La cabeza encerrada en el círculo puede provenir del célebre Perseo de Benvenuto Cellini (1500-1571), en el que el héroe mítico sostiene la cabeza de la Medusa:



Moreau elabora una imagen muy personal en un contexto ricamente ornamentado. Las figuras de Herodes y Herodías (izquierda del lienzo) permanecen impasibles ante el prodigio, de igual modo que el verdugo, erguido e impenetrable a la derecha. La tensión es clara entre la espiritualidad que emana de la cabeza aureolada y el cuerpo erotizado de la joven princesa hebrea. Casal recoge el erotismo de la escena (primer terceto) para concluir mostrando el motivo principal del cuadro: el espanto de Salomé ante la visión del Bautista.



GALATEA


En el seno radioso de su gruta,
alfombrada de anémonas marinas,
verdes algas y ramas coralinas,
Galatea, del sueño el bien disfruta.

Desde la orilla de dorada ruta
donde baten las ondas cristalinas,
salpicando de espumas diamantinas
el pico negro de la roca bruta,

Polifemo, extasiado ante el desnudo
cuerpo gentil de la dormida diosa,
olvida su fiereza, el vigor pierde,

y mientras permanece, absorto y mudo,
mirando aquella piel color de rosa,
incendia la lujuria su ojo verde.


Este soberbio lienzo del maestro simbolista francés nos da una lección de armonía visual: una Galatea luminosa y de suaves formas marca un agudo contraste cromático con el resto de la composición. Los encendidos tonos rojizos, reforzados en el crepúsculo que tiene lugar al fondo de la pintura entablan un fértil diálogo con verdes y azules, situados casi al mismo nivel, y se oponen decididamente a los marrones y tonos oscuros generalizados que enmarcan la figura del lúbrico cíclope. La simbología cromática es fácil de observar: tenemos a un Polifemo cegado por la pasión amorosa y la lujuria (rojos) y atormentado por los celos (tonos oscuros que lo circuyen) ante una Galatea con marcados atributos de pureza (blanco lumínico).

PROMETEO



Bajo el dosel de gigantesca roca
yace el Titán, cual Cristo en el Calvario,
marmóreo, indiferente y solitario,
sin que brote el gemido de su boca.

Su pie desnudo en el peñasco toca
donde agoniza un buitre sanguinario
que ni atrae su ojo visionario
ni compasión en su ánimo provoca.

Escuchando el hervor de las espumas
que se deshacen en las altas peñas,
ve de su redención luces extrañas,

junto a otro buitre de nevadas plumas,
negras pupilas y uñas marfileñas
que ha extinguido la sed en sus entrañas.

Esta pintura (1868) pertenece a la primera etapa de Moreau. Se nota por su mayor factura clasicista y académica, por lo que aún estamos lejos de los lienzos simbolistas que lo harán célebre. Tenemos aquí una representación de Prometeo encadenado. Este titán fue el benefactor del género humano, al que otorgó el fuego y multitud de saberes, como la metalurgia. Zeus lo castigó encadenándolo en una montaña del Cáucaso junto a un águila que le devoraba incesantemente el hígado. Apenas este renacía, el águila volvía a su trabajo. Casal hace una interesante comparación de la dignidad del sufrimiento de Prometeo con la de Jesús en el Calvario, en un soneto, como de costumbre, fiel a la pintura que lo inspira.


ELENA



Luz fosfórica entreabre claras brechas
En la celeste inmensidad, y alumbra
Del foso en la fatídica penumbra
Cuerpos hendidos por doradas flechas;

Cual humo frío de homicidas mechas
En la atmósfera densa se vislumbra
Vapor disuelto que la brisa encumbra
A las torres de Ilión, escombros hechas.

Envuelta en veste de opalina gasa,
Recamada de oro, desde el monte
De ruinas hacinadas en el llano,

Indiferente a lo que en torno pasa,
Mira Elena hacia el lívido horizonte
Irguiendo un lirio en la rosada mano.



Este lienzo, de cromatismo deliberadamente pobre, nos muestra a una Elena que se yergue hierática entre las ruinas de una Troya devastada: a sus pies yacen los cadáveres de sus heroicos defensores y al fondo resplandecen las últimas hogueras de la ciudad arrasada. La figura indiferente de la princesa ante la desolación que la circunda puede interpretarse como un correlato de la actitud del poeta o del pintor finisecular ante el mundo burgués y pragmático que lo atenazaba. El lirio que Elena porta en sus manos, y con el que Casal remata su soneto, alude a esa inaplazable búsqueda del Ideal a la que todo artista simbolista estaba emplazado.


Los lectores interesados en los dos artistas tratados en este artículo podrán ampliar datos en esta excelente página cubana dedicada a Julián del Casal y en la web oficial del Museo Gustave Moreau de París.

lunes, 7 de abril de 2008

El enfermo de Abisinia, de Orlando Mejía Rivera

Los incondicionales de Rimbaud están de suerte. Acaba de salir una nueva versión novelada de la vida del gran poeta francés que aporta sensibles novedades a lo ya establecido. Pero empecemos por el principio. Se trata de una obra del narrador colombiano Orlando Mejía Rivero (Bogotá, 1961) aún no suficientemente conocido en nuestro país, pero con una valoración creciente en el país andino. Su formación filosófica y médica (especialmente esta última, como veremos) aporta un sesgo singular a sus novelas. Especialista en ciencia-ficción, cuenta con varios premios literarios en su haber.












Orlando Mejía Rivera







En primer lugar, la novela muestra una concepción original, pues se trata de una vuelta de tuerca a la clásica novela epistolar. Asistimos a un cruce de cartas (la mayoría de ellas tras la muerte del escritor) que nos ofrece una visión caleidoscópica de lo que fue la vida y el sentir del gran poeta deshauciado de las letras francesas. Los primeros artículos del crítico Lepelletier muestran la estrechez de miras de la crítica francesa del momento, encorsetada en el prisma de la moralidad burguesa. Siguen unas cartas del propio Rimbaud y de Verlaine con enfoques notablemente distintos. Es digna de reseñar la habilidad del autor para trazar los diferentes rostros de Rimbaud a partir de las cruzadas opiniones de las personas que lo trataron. La carta final, la del médico e íntimo de Rimbaud en Harar y Adén, Nikos Sotiro, médico como Mejía Rivero, nos desvela las claves de una trama novelesca hábilmente urdida hasta aquí por su autor.


La novela indaga en la capacidad visionaria de Rimbaud, relacionable con su intensa espiritualidad (interesado por el sufismo, aprendió a leer y a comentar el Corán en árabe, así como varias lenguas indígenas de Abisinia). Echa por tierra el mito de la sífilis y la leyenda de que tomó parte en el contrabando de esclavos. A mí lo que finalmente me ha parecido más sugerente ha sido la posibilidad de presentarnos a un Rimbaud que habla en voz baja al lector, próximo a una muerte que desea esquivar pero que presiente como inevitable.



El enfermo de Abisinia, Orlando Mejía Rivera, editorial Bruguera, 2007, 15 €.






Burne-Jones y Olvido García Valdés: un diálogo intertextual

Quiero comenzar mi blog haciendo un pequeño análisis comparativo entre una obra maestra pictórica del Prerrafaelismo y un recreación poética contemporánea. Se trata de la obra El rey Cophetua y la muchacha mendiga (1884) de Edward Burne-Jones, y la singular evocación lírica del mismo nombre que incluyó la poetisa asturiana Olvido García Valdés en su libro Exposición (1979).


Veamos en primer lugar las dos obras una junto a otra:


Ella tiene los pies como Marilyn Monroe
y una tierna
indefensión en los hombros.
Están en una sala y la ventana
descorre sus cortinas a un atardecer
boscoso,
pero es como si fuera
una esfera
de cristal. No se miran.
Él la mira a ella. Ella a lo lejos.
Hace ya mucho tiempo que él la había soñado
como un aire
de cigüeñas, una luz,
y ahora estaba allí.
Tantas vidas que no parecen ciertas
en una sola vida.
Campanillas azules en la mano.
Él sabe que se irá. No hablan
y el momento está lleno de voz,
voz acunada, lejana.
El amor es una enfermedad,
campanillas azules. Siempre en ti,
como en el sueño, volviendo
siempre en ti. Tan incierta
la luz. Como en el sueño.


La leyenda del rey Cophetua hunde sus raíces en el magma del folclore del pueblo británico, hasta el punto de que no es posible precisar sus orígenes. La primera constancia escrita que tenemos de ella es Shakespeare, quien en varias de sus obras alude a ella (Los trabajos de amor perdidos, Romeo y Julieta, Enrique IV). Más recientemente, el tema ha sido tratado por el poeta Alfred Tennyson (The Beggar Maid, 1842), por el autor decadente austriaco Hugo von Hofmannsthal (Konig Cophetua) y por Ezra Pound (Hugh Selwyn Mauberley, 1920).





















Alfred Tennyson (1809-1892) y Hugo von Hoffmansthal (1874-1929)


Precisamente The beggar maid es el texto que fecunda directamente la pintura que nos ocupa En efecto, Burne-Jones se nutre de ese poema para gestar su Rey Cophetua. Podemos recordar aquí que gran parte de la obra de Tennyson está inspirada en temas mitológicos y medievales, y que su poesía se caracteriza tanto por su marcada musicalidad como por las finas evocaciones psicológicas de sus personajes, rasgos todos que compartirá con los prerrafaelistas.

La anécdota recogida en la obra es la siguiente: el legendario rey Cophetua, de reconocida misoginia, queda hechizado al conocer a una harapienta mendiga de pies descalzos, de la que se enamora perdidamente, momento que recoge el lienzo.

Podemos señalar en el lienzo el marcado cromatismo de negros enmarcados en oros, de fácil explicación. Los oros recogen tanto la tradición tardía bizantinizante de algunos maestros del primer Quattrocento (v.gr. Fray Angélico) en los que se inspiran directamente los prerrafaelistas, como el contexto cortesano en el que tiene lugar la escena. La armadura negra del rey alude al estado de oscuridad emocional del monarca, del mismo modo que los tonos grises de la mendiga reflejan su pobreza. El tono nacarado de la piel de la chica, casi brillante, parece mostrar la esperanza que se abre desde este momento en sus vidas. Los rojos del vestido del joven cortesano del balcón superior, junto a la lanza de la derecha, proponen un contrapunto cromático con el que realzar la escena principal.

Los rostros de los jóvenes de la balaustrada responden a los cánones estéticos del Quattrocento, mientras que el de la chica permite acaso otra filiación. Su mirada altamente espiritualizada podría entroncar con la pintura idealista del momento.

La estructura en zigzag de la composición (Cophetua-mendiga-cortesanos) busca la armonía de la construcción, pero también busca dejar en un lugar preferente a la mujer. Cortesanos y rey posan su mirada en la joven, pero ella, como ausente, dirige su mirada al espectador y más allá de él, como indicándonos que su reino no es de este mundo.

Volvamos nuestra mirada al texto de García Valdés. Frente a la visión poliédrica del pintor, nuestra poetisa parece desentenderse del entorno cortesano circundante y focalizarse únicamente en el encuentro de las dos miradas, no convergentes entre sí, para realzar el componente romántico del encuentro. No podemos pasar por alto la rica simbología que usa la escritora: las "cigüeñas" han sido siempre el símbolo del viajero (recordemos el "viaje" que ha llevado a cabo Cophetua hasta encontrar a la joven que cambiará su vida), las "campanillas azules" remiten a la búsqueda del imposible (v.gr. "la flor azul de Novalis"), y finalmente la "esfera de cristal" es símbolo de totalidad e infinito, al que parecen dirigirse desde este instante nuestros afortunados protagonistas.